Tratamiento de residuos urbanos y democracia

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El Diario Vasco
El debate abierto a nivel social y político sobre qué hacer con nuestros residuos pone de relieve las contradicciones e incoherencias derivadas del ejercicio del poder, siempre más complejo que abanderar la protesta tras las pancartas

JUANJO ÁLVAREZ CATEDRÁTICO DE DERECHO INTERNACIONAL PRIVADO DE LA UPV. SECRETARIO DEL INSTITUTO DE GOBERNANZA DEMOCRÁTICA

Vivimos en un país politizado en exceso. Toda iniciativa, por sensata o racional que pueda ser, queda contaminada de forma apriorística en función de la fuerza política que la impulse, y con frecuencia se recurre a la demonización o a la entronización acrítica e infundada, atendiendo al mero dato de analizar quién la secunda. Un reciente ejemplo, controvertido, que afecta directamente al día de los ciudadanos y sobre el que no hay ni consenso unánime ni verdades absolutas, como es el del tratamiento de las basuras y el sistema a implantar en Gipuzkoa ha situado en el primer plano del debate social y político la relación entre democracia y saber, por un lado, y entre democracia directa y democracia representativa, por otra.
Tras años de estudio y análisis, y frente a las decisiones sobre el modelo de tratamiento de residuos adoptadas ya en Araba y Bizkaia, la situación en Gipuzkoa sigue atascada. La nueva mayoría política foral y municipal representada por Bildu ha supuesto una puesta en hibernación de las iniciativas adoptadas en anteriores legislaturas y un replanteamiento del modelo, tensionado entre quienes demonizan el sistema de incineración y quienes consideran inviable la generalización del sistema Puerta a puerta en todo el territorio guipuzcoano. La omnisciencia queda para los sabios, y no pretendo ahora abrir ahora un debate técnico, sobre lo que se ha escrito ya mucho.
El filósofo Daniel Innerarity, en su reciente obra ‘La democracia del conocimiento’, ha reflexionado sobre las relaciones y el diálogo entre el saber y el poder: el gobierno del saber se refiere a las decisiones colectivas que debemos adoptar en relación con conocimientos e invenciones técnicas (por ejemplo, la incineradora) cuyas funciones y consecuencias sociales son controvertidas. Y se produce la paradoja de que la política está más necesitada que nunca de recurrir al saber experto, pero esto no le garantiza ni legitimidad ni consenso. El saber ya no sirve para convertir a las decisiones políticas en evidencias incontestables. No podemos permitirnos caer ni en la ignorancia bien informada ni en la inteligencia sobrecargada. Y en este tema de las basuras vamos camino de alcanzar uno y otro extremo de este péndulo, barajando alternativas que desconciertan a los ciudadanos, presuntos destinatarios del actuar por parte de los gestores públicos.
El debate abierto a nivel social y político sobre qué hacer con nuestros residuos pone de relieve las contradicciones e incoherencias derivadas del ejercicio del poder, siempre más complejo que abanderar la protesta tras las pancartas: fuerzas políticas que antes reivindicaban la exigencia, irrenunciable conforme a sus postulados políticos, de una consulta popular que avalase o rechazase la futura implantación de la planta incineradora argumentan ahora que no es necesario consultar al pueblo, que éste ya ha hablado y expresado su adhesión al modelo por ellos propuesto a través de su voto emitido en las elecciones municipales de hace un año.
Consulta popular, referéndum consultivo, democracia directa como refuerzo de la democracia representativa son conceptos demagógicamente empleados por unos y otros y que contribuyen a reforzar la efervescencia mediática y política centrada en el debate sobre cuándo y bajo qué premisas hay que consultar al pueblo, más allá de nuestra participación electoral a través del sufragio en la elección de los representantes políticos a nivel europeo, estatal, autonómico, foral o local.
El texto Constitucional señala que las decisiones políticas de especial relevancia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos, derecho regulado posteriormente mediante una Ley de 1980, hoy obsoleta y necesitada de reforma. Como casi siempre, la contaminación política (en este caso, proyectada sobre el derecho a la consulta a los ciudadanos vascos sobre su futuro político) se demoniza o entroniza en exceso, y nubla en definitiva los argumentos o fundamentos de fondo para negar o validar tal ejercicio de democracia directa.
Como ejemplo cabe citar la aséptica reproducción literal del BOE (Boletín oficial del Estado), con ocasión de la reforma de la ley de iniciativa legislativa popular, cuando señala que «aunque la participación popular en la gestión de la ‘cosa pública’ se encauza básicamente a través de la elección de representantes populares en los órganos de gobierno, es preciso intensificar la participación de los ciudadanos en la vida pública». Y por recordar tan solo la justificación también oficialmente publicada (BOE) para respaldar, en su momento, la convocatoria del referéndum sobre la Constitución Europea, se señalaba que la importancia del texto hacía aconsejable despejar cualquier duda respecto al respaldo de los ciudadanos a su contenido, mediante el recurso a su participación directa a través de una consulta, aconsejable, se decía, ante una decisión política de especial trascendencia que justifica el hacer así plenamente partícipe a la sociedad en tal proceso.
Si proyectamos estas reflexiones sobre el debate ahora abierto en Gipuzkoa, la pregunta que cabe hacerse es cómo y quién debe precisar cuándo estamos ante decisiones políticas de especial relevancia que reclamen o requieran ser objeto de consulta directa a la ciudadanía; ¿por qué las basuras no y el estatus sobre nuestro futuro político como ciudadanos vascos, sí? ¿No es incoherente reivindicar como activo político propio el valor de la consulta solo cuando interesa y ocultarlo o negarlo cuando se es consciente de que tu decisión política genera polémica y disenso social y político? Que el lector juzgue.